Voy a dejar de mentirme algún día, voy a empezar a creer menos en las cosas, a ver un poco más de cerca todo. Voy a matar algo de magia para después llorarla. Pero nunca más engañarme.
Quizás me pierda o me vaya sin querer y sólo quede mi nombre. Un par de letras usadas, pasadas por agua, por tierra, por todo. Llenas de polvo; llenas de eso mismo que era vida. Será que vivimos siempre de cenizas, de polvo, de historia, de recuerdos, de cepillos viejos... Y yo siempre digo que hay que saber reconocer el pasado para después aprender a llevarlo con uno, sin quejarse del peso.
Un nombre. Quisiera tener palabras, poder decirlas y explicar lo que es este nombre que yo llevo. Quisiera decir en realidad que él me lleva a mí y que se trata de vivir debajo suyo, dentro de un cuerpo, fuera del mundo, lejos del otro.
¿Podré alguna vez hacer uso de esta voz, decir justamente lo que necesito, encontrar la forma precisa? O simplemente dejar de dividirme cada vez que haya un silencio, cada vez que la boca me venza y ninguna lengua me alcance.
Un cuarto a la derecha, un medio a la izquierda, dos tercios al frente. Por todas partes, pedazos. El nombre se rompe, se pierde en una frase antigua, en una lengua muerta. Quiere decir y no puede, el nombre ya no sabe hablar.
Yo soy ese nombre y esa lengua muerta.