Cuanto más grande se hace uno, más chiquito se convierte todo lo que llevamos dentro. Nuestros sentimientos, nuestras historias, inclusive el tiempo se va encogiendo. Nada nos basta y todo es pequeño, es miserable y tan distante al deseo.
Con la rutina empezamos a desarrollar distintos mecanismos para no hacernos parte de nada y separarnos del resto. Aprendemos a analizar cómo querer y cuánto, medimos la duración de un beso, la humedad de los labios, el sabor ensalivado; y si no sacia las necesidades, mejor dicho exigencias, los caprichos, las características planificadas que diagramamos en cuadros conceptuales... directamente dejamos de querer. Siempre buscando una imagen a gusto, una figura construida y moldeada a nuestras manos, con la perfecta medida de cada uno de los dedos. Tratamos de controlar hasta la imagen y el cuerpo de los demás, incluso el de la persona que buscamos amar. Nos pensamos poderosos para designar la piel que recubra al ser amado y que al final, terminará siendo todo menos amado.
Y no... hay cosas que no se planean, que no siempre encajan. El amor no es mero pensamiento ni idea, el amor es pura y eterna sensación.
Pero al fin y al cabo, estas letras ya no pueden, por lo menos hoy, encontrar la palabra justa, no saben decir nada. Dicho todo esto, quieren volver atrás y darse vuelta panza arriba. Porque siempre hay vuelta y todo resta.
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